Hace tiempo que no viajo.
El ácido de algún fin de semana salvaje no cuenta.
Al principio, conocer nuevas ciudades, nuevos países, me resultaba gratificante. Ahora me aburre. La gente es gente, aquí, en Lima, en Tombuctú, o en Katmandú.
Estúpidas caras, estúpidas palabras, en idiomas conocidos o en lenguajes tan incomprensibles como musicales (ja).
Prefiero los edificios. Maldita manía la mía la de fijarme en molinos de viento que me acechan a cada paso que cada vez cuesta más dar.
Bilbao es, sin duda, y para eso, la ciudad perfecta.
Tan decadente, tan oscura, tan industrial (o post-industrial, me falla la precisión).
Edificios vetustos, reformados, maquillados, favorecidos por ese microclima tan particular.
¡Qué feo es Bilbao! escucho cada vez que se menta esta urbe.
¿Feo Bilbao?
Por eso no me gusta la gente, porque no sabrían distinguir lo bello ni aunque su vida dependiera de encontrar algo hermoso.
Ver monstruos donde habitan ángeles debiera ser el primero de los pecados capitales.
Y ser, estos pecadores, condenados al fuego eterno de lo frívolo.
La próxima vez prometo escribir con mayor lucidez.